martes, 10 de junio de 2008

Líbranos del mal. Amén.



Era 1977, las luces de la cuidad eran más tenues y la gente menos confiada.
Jorge sabía que las cosas no andaban bien y una noche entre forcejeos y llanto, sin poder decidir, cambió su tibia cama de la calle Rivadavia por algún lugar que ya no figuraba en cualquier mapa. Era oscuro, de esa clase de oscuridad que se percibe aún con los ojos vendados por un trapo embebido en nafta. El silencio era ausencia de vida, y demasiado ruido, presagio de muerte; rezar no sirve de nada si el Dios que te juzga es tan terrenal como el gusano que se arrastra.
Sin un plan y sin ser conciente del factor suerte, ese día en el que Jorge logró escapar, llevó arrastrando algunos metros parte del alambrado que dividía la voluntad de unos tantos, de la voluntad propia.


Su cicatriz es la libertad hecha carne, una marca de libre expresión.